Entre las principales lecturas encontradas en mi vida están: El Profeta, de Jalil Gibrán; Las siete leyes espirituales del éxito, de Deepack Chopra; y, Grandeza para cada día, de Stephen R. Covey.
Grandeza para cada día, es lo que Stephen R. Covey ha llamado grandeza principal y tiene que ver con el carácter y la aportación, a diferencia de la grandeza secundaria, que tiene que ver con la notoriedad, riqueza, fama, prestigio o posición.
La grandeza para cada día es una manera de vivir, no un acontecimiento de época. Dice más respecto de lo que alguien es, que de lo que tiene, y se describe más por la bondad que irradia de un rostro, que por el título en una tarjeta de presentación. Manifiesta que, son más importante los motivos de una persona, que sus talentos; más respecto de realidades pequeñas y sencillas, que de logros fabulosos.
Cuando se les pide que describan la Grandeza para cada día, las personas típicamente describen a individuos que conocen personalmente, tales como un granjero que año tras año lucha con los temporales de la vida y ayuda a los vecinos. Describen a un abuelo, un maestro, un compañero de trabajo, un vecino o un amigo con quienes siempre se puede contar. Por sobre todo describen a alguien a quien se puede imitar, y creen que no tienen que ser el próximo Gandhi, Abraham Lincoln o la Madre Teresa para exhibir Grandeza para cada día.
El libro de Stephen R. Covey es una recopilación reunida por Selecciones de Reader´s Digest de décadas de clásica literatura de éxito y de muchas de las personas actualmente más respetadas en todo el mundo, es un tesoro de principios eternos y de prácticos discernimientos para la vida, una antología para nuestra época.
En siete capítulos aborda 21 principios, valores, talentos o virtudes con tres historias reales de cada uno, lo que permite conocer más de 60 experiencias de vida sobre la colaboración, caridad, atención, responsabilidad, valor, disciplina, integridad, humildad, gratitud, visión, innovación, calidad, respeto, empatía, unidad, adaptabilidad, magnanimidad, perseverancia, equilibrio, sencillez y renovación.
Al describir lo correspondiente a la caridad, se encuentra la frase de George Eliot “¿Para qué vivir si no es para hacer el mundo menos difícil para los demás?”.
Frecuentemente, el significado de caridad se reduce a la acción de dar limosnas o donar sumas de dinero a quienes están en desventaja económica. Pero la caridad en sus más puras formas involucra mucho más. Incluye dar de nuestros corazones, de nuestras mentes, de nuestros talentos, en maneras que enriquezcan las vidas de todas las personas, ya sean ricas o pobres. La caridad es desinterés.
En la historia El Hombre del Tren, Alex Haley cuenta: “cada vez que mis hermanos, mi hermana y yo nos reuníamos, inevitablemente hablamos de papá. Todos les debíamos nuestros éxitos en la vida a él y a un hombre misterioso con el que se encontró una noche en el tren”.
Nuestro padre Simón Alexander Haley, nació en 1892, y creció en la pequeña localidad campesina de Savannah, Tennessee. Fue el octavo hijo de Alec Haley y Queen. Con una fuerza de voluntad tremenda, mi padre había sido esclavo y ejerció como aparcero de tiempo parcial. Aunque sensitiva y emocional, mi abuela era fuerte cuando se trataba de sus hijos. Una de sus ambiciones era que mi padre se educara.
En Savannah, a un niño se le consideraba un desperdicio cuando seguía en la escuela después de haber crecido lo suficiente como para trabajar en el campo. De manera que cuando mi padre alcanzó el sexto grado, Queen empezó a trabajar en el ego de mi abuelo.
Ya que tenemos ocho hijos -le decía- ¿no sería prestigioso desperdiciar deliberadamente a uno de ellos y hacer que estudie? Después de muchos argumentos, el abuelo permitió que papá terminara el octavo grado. Sin embargo, después de clases tenía que trabajar en el campo.
Pero Queen no estaba satisfecha. Cuando el octavo grado llegó a su fin, empezó a plantar semillas, diciendo que la imagen de mi abuelo alcanzaría nuevas alturas si su hijo iba a la secundaria.
Su persistencia rindió frutos. Con gesto severo, el viejo Alec Haley entregó a mi padre cinco billetes de diez dólares duramente ganados, le dijo que no pidiera más y lo mandó a la escuela secundaria. Viajando primero en una carreta tirada por mulas y luego en tren, el primero que había visto en su vida, papá finalmente se apeó en Jackson, Tennessee donde se matriculó en el departamento Preparatorio de la Escuela Lane.
Muy pronto se le acabaron los 50 dólares y tuvo que trabajar como mozo, un hombre para todo servicio. Se transformó en el hazmerreír de la escuela, con grandes sueños y fuertes limitaciones económicas. Sin embargo, la compañía de trenes Pullman lo contrato para trabajar durante las vacaciones en vagones dormitorio entre Buffalo y Pittsburgh.
Una mañana, como a las 2, durante un viaje del tren, una pareja requería dos vasos de leche caliente. Él los atendió en forma diligente y el señor, a quien se le había llevado la leche, preguntó sus datos. Por su servicio recibió una propina de cinco dólares, cuando lo máximo eran 50 centavos de dólar.
Luego, R. S. M. Boyce, el hombre del tren, retirado de publicaciones Curtis, que publica The Saturday Evening Post, donó 500 dólares para todo el año escolar de Simón Alexander Haley, que lo llevó a terminar sus estudios superiores y obtener su Maestría en la Universidad de Cornell, en Ithaca, Nueva York, tan solo por la caridad de uno y la diligencia del otro.