Corría el año de 1995.
México seguía gobernado por el vetusto PRI, que tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio se decantó por el nefasto Ernesto Zedillo Ponce de León como candidato emergente a la Presidencia de la República, venciendo en las urnas al inefable Diego Fernández de Cevallos.
En Puebla gobernaba Don Manuel Bartlett Díaz, hombre imponente en todos los sentidos. Quien esto escribe había ganado mediante concurso de oposición el cargo de Secretario de Estudio y Cuenta de la entonces Quinta Sala del Tribunal Superior de Justicia, presidido por el doctor y magistrado Fernando García Rosas.
Después de haber sido Agente del Ministerio Público, Director Jurídico del Fondo para la Reparación del Daño y Secretario Instructor del Presidente del Tribunal Estatal Electoral, el hecho de convertirme en Proyectista de Sala representaba, para mí, un sueño hecho realidad.
Los asuntos se turnaban equitativamente entre las tres ponencias que integraban la Sala. Yo estaba adscrito a la del magistrado Álvaro David López Rubí.
Un buen día de primavera, le di cuenta de un asunto civil en el que los propietarios de un inmueble exigían su inmediata desocupación a una fundación dedicada a ayudar a niños en condiciones de pobreza extrema.
Recuerdo como si fuera ayer que, tras revisar el criterio del juez de primera instancia, el magistrado movió la cabeza y me ordenó modificar el fallo apelado. Indicó que, si bien procedía condenar a la fundación a desocupar el inmueble, no debía imponérsele el pago de rentas vencidas ni mucho menos intereses moratorios, a pesar de lo establecido en el contrato base de la acción ejercida en su contra.
Al ver mi sorpresa —y muy probablemente mis ojos como platos—, mi entonces jefe sentenció con firmeza:
“Enrique, cuando la ley y la justicia se contrapongan, haz imperar la justicia.”
Salí de su privado prometiéndome a mí mismo que así lo haría. Y hoy, treinta años después, puedo decir que he intentado cumplir cabalmente con ese compromiso personal a lo largo de mi carrera judicial.
Esa misma frase se la escuché nuevamente en 2010 a un gran hombre.
Una persona sencilla, afable, sin grandes pretensiones, pero con un profundo amor por el pueblo y una férrea convicción de transformar las condiciones de vida de todos los mexicanos: Andrés Manuel López Obrador.
Por eso, cuando propuso —ya como Presidente de la República— el Plan C para erradicar la podredumbre reinante en la burocracia dorada del Poder Judicial Federal, estuve más que de acuerdo.
Porque con ello, por fin, se materializa la garantía constitucional de una tutela judicial efectiva:
tener tribunales que escuchen y atiendan al pueblo, y no que sirvan únicamente a las oligarquías.
Tribunales que juzguen con el mismo rigor e importancia tanto el caso de un indígena popoloca que busca recuperar su terrenito —su único patrimonio—, como el litigio entre dos empresas transnacionales con millones de dólares en juego.
Administrar justicia con sentido social.
Tener jueces del pueblo y para el pueblo.
Conscientes de que, cuando la justicia y el derecho se contrapongan, debe imperar la justicia.
Este primero de junio dimos ya el primer paso hacia ese ideal.
Y en 2027, la transformación llegará también a Puebla, liberando al aparato de administración de justicia local de quienes han servido fervorosamente a los caprichos de un tirano… y que aún creen que un gato los liberará de los malos espíritus que sienten los rodean.
Veremos y diremos.