Así como los individuos pueden corromperse con el tiempo, las naciones también enfrentan procesos de deterioro que eventualmente las conducen al colapso. Estados Unidos, una superpotencia con 249 años de historia, abundantes recursos naturales, vastos territorios, con algunas de las mentes más brillantes del mundo y miles que compra cada año, hoy atraviesa una etapa de decadencia. A pesar de tener una influencia sobre diversas naciones, su poder se ve erosionado por un gobierno cada vez más corrupto, una recesión económica persistente, el debilitamiento del orden público, el crecimiento de la pobreza y un profundo descontento social. En este contexto, da la impresión de que la maldad personificada en actores sin escrúpulos operan con impunidad, como si el país les perteneciera.
La figura de Donald Trump ha dejado de ser un accidente político para convertirse en el símbolo perfecto de una nación en decadencia. Estados Unidos, fue en su momento modelo de democracia, progreso y libertad, pero exhibe hoy los signos de una profunda crisis moral, social y política que no comenzó con Trump, pero que en él encuentra su más fiel representación.

Trump, empresario hecho a base de herencias y maniobras financieras, representa esa cara del capitalismo salvaje que convierte la explotación en virtud. Buena parte de su fortuna fue construida sobre cimientos de concreto levantados con mano de obra migrante, particularmente mexicana. Obreros sin papeles, mal pagados, sin derechos y con temor constante a ser deportados. Esa relación, que roza con la esclavitud moderna, es parte del relato oculto de su “éxito”.
La paradoja es insultante: un país construido por migrantes, pero que hoy criminaliza su presencia. Las actuales redadas masivas, la utilización del ejército en la frontera y la retórica del miedo, convierten al migrante en enemigo. No es coincidencia, es sistema. Estados Unidos ha decidido apuntar sus armas, literales y simbólicas, contra quienes en otro tiempo construyeron sus ciudades, limpiaron sus oficinas y cuidaron a sus niños.
El discurso de Trump resucita fantasmas del pasado: supremacismo blanco, proteccionismo agresivo, desprecio por los derechos humanos. Pero más allá de su figura, lo que resulta preocupante es el eco que tiene con otras naciones. No es un líder aislado; es el reflejo de un segmento amplio de la población estadounidense que ha abrazado el miedo, la ignorancia y el odio como programa de gobierno.
Estados Unidos no cayó de la noche a la mañana. La decadencia comenzó a asomar desde los años 60, cuando la guerra de Vietnam desnudó las contradicciones de su sistema, años después se tomaron desiciones en económicas dentro de su país que no resultaron beneficas, como por ejemplo el traslado de sus empresas a otros paises principalmente a China e India en la apoteosis del neoliberalismo para reducir el costo de mano de obra. Desde que se declaró un país indepediente de la monarquía inglesa, ha librado guerras en nombre de la libertad, erosionando el orden y la gobernabilidad de países de los cinco continentes, lo que en la práctica, solo han dejado muerte, desplazados y ganancias para su industria armamentista. El complejo militar-industrial no es una teoría conspirativa, es una realidad económica: Estados Unidos hace negocios con la guerra en todo el mundo.
A ello se suman las secuelas del libre mercado sin regulación: desindustrialización, desigualdad creciente, una clase media erosionada, y un sistema de salud y educativo que ya no garantiza ni movilidad ni justicia, pues solo se tiene acceso si cuentas con el dinero suficiente “son servicios privados de los años 60 del siglo pasado”. A la violencia estructural se suma la violencia cotidiana: tiroteos masivos, brutalidad policial, adicción a las violencia como cultura, consumo masivo de drogas. Un cóctel perfecto para el colapso social.
Trump no es la causa, es el síntoma. La enfermedad es más profunda y está arraigada en una identidad nacional que se niega a cuestionar sus mitos fundacionales. El “sueño americano” se desvanece entre muros, campos de detención y discursos de odio.
Pensamiento crítico: lo que nos corresponde ante este escenario, debemos preguntarnos:
- ¿Es Estados Unidos realmente el modelo que aún muchas naciones intentan emular?
- ¿Cómo reconciliar el discurso de libertad con la práctica de la exclusión?
- ¿Debe Latinoamérica seguir viendo hacia el norte como horizonte de futuro?
- ¿Somos capaces de construir alternativas propias, menos violentas, menos desiguales, más humanas?
Reflexionar sobre Trump no es solo hablar de política estadounidense, sino observar con honestidad brutal la dirección en la que avanza el mundo. Y decidir, como pueblos, si vamos a seguir esa ruta o vamos a construir una nueva.