México no es un lugar seguro para ejercer el periodismo, ya sea que lo ejerzas con pantalones o con falda. Los datos son bien conocidos: la integridad física de los reporteros corre peligro ante la descomposición del papel del Estado como garante de seguridad en un contexto perverso. A veces el Estado es omiso ante grupos criminales, otras es cómplice y en muchas ocasiones el Estado es el actor mismo de persecución. En los últimos 20 años, 135 periodistas han sido asesinados por hacer su tarea.
Sin embargo, en la Ciudad de México y en las principales capitales estatales del país, la vida periodística tiene una realidad distinta, con élites que se encargan de escribir los comentarios y análisis que se reproducirán en redes, en radio y televisión, pero sobre todo, en los círculos del poder.
Se trata de los columnistas. Esos periodistas que se codean con los titulares de las instituciones centrales, que se arreglan la corbata y se maquillan el rostro para calificar una decisión gubernamental, que firman con su nombre y ponen el estilo de su pluma a las columnas de los diarios más prestigiados del país.
En esa dimensión, México no es muy distinto a países europeos. Sus columnistas forman la opinión pública, tienen influencia en los pasillos del poder y son considerados la aristocracia intelectual de los periodistas.
Yo siempre quise formar parte de ese sector. A los 15 años empecé a escribir columnas para un periódico colegial y a los 18 años publiqué mi primera columna en un diario nacional de izquierda que me abrió el espacio como estudiante invitada. Pasaron muchos años para que pudiera hacerlo formalmente, pero yo lo intentaba todas las semanas mientras estudiaba Ciencia Política.
“Tienes que escribir como hombre”, me dijo un día mi asesor en estos menesteres, “que no se note que eres mujer, para que te tomen en serio”.
No supe bien a bien a qué se refería, pero me esforcé por seguir su consejo, que entendí de la siguiente manera: no mostrar debilidad, no usar ejemplos de vida privada, no aludir a la familia, no mostrar inseguridad en las afirmaciones y no usar el humor. Para que me tomaran en serio.
No lo hicieron. Terminé la carrera y seguí mandando columnas pero no me publicaban, en ningún medio. Un día, hice un análisis cualitativo de las columnas del periódico más importante de mi región y con ese documento pedí nuevamente un espacio, argumentando que yo lo podía hacer mejor. Lo conseguí de inmediato, pero no para escribir, sino para coordinar la sección. Mi tarea era ayudar a mejorar los artículos de los columnistas: enseñarles la coherencia argumentativa, la importancia de la oportunidad, los trucos para enganchar al lector con una entrada contundente y para dejarlos satisfechos con una salida firme.
Cada seis meses, yo volvía a pedir un espacio. Cada seis meses, me asignaban otra tarea en el diario y así pasaron siete años. Cada esfuerzo mío tenía siempre la misma respuesta: no podía tener una columna porque para eso necesitaba ser alguien. Es decir, necesitaba ser conocida, representar a un sector. No bastaba mi pluma y me estorbaban mi juventud y mi sexo. Era nadie.
En el camino, fundé una revista cultural, conduje un programa de radio sobre literatura y renuncié al periódico. Arranqué una empresa cultural y me nombraron titular de un noticiero político radiofónico diario. Empecé a hacer televisión. Un día, me aceptaron la columna. Ya era alguien, me dijeron.
Mi caso no es especial entre las mujeres. Las que llegan a tener una columna lo intentan durante muchos años y trabajan paralelamente en la construcción de su personaje. No basta con escribir bien y hacer un buen análisis. Es preciso ser la directora de un centro de investigación, la responsable de la organización no gubernamental más golpeada de la vida pública, tener una decena de libros publicados, un programa de televisión o un noticiero radiofónico. No conozco ninguna mujer columnista que carezca de una trayectoria académica o periodística o empresarial exitosa paralela a la de la columna. Hombres columnistas sin eso, conozco decenas. Se sostienen con su palabra e inteligencia, no con su trayectoria paralela.
En México hay más de 20 diarios nacionales. Los más respetados y leídos son Reforma, El Universal, El Financiero, Milenio, La Jornada, Excélsior, El Economista y El Heraldo. A ellos y a sus ediciones locales se suman periódicos regionales con mucha fuerza en los estados de Jalisco, Nuevo León y Yucatán: El Informador, NTR, El Norte y el Diario de Yucatán.
Además, hay diarios nativos digitales que ponen temas en la agenda, como SDPNoticias, AnimalPolítico, LaSillaRota y SinEmbargo.
Estos diarios agrupan a los principales columnistas del país. Columnistas hombres hay alrededor de 500 en estos medios. Columnistas mujeres hay menos de 50, y algunos de los periódicos citados sólo tienen una o dos.
“Es normal, el espacio es finito, están llegando apenas y hay columnistas consagrados que no pueden salir para que entre una novata”, me dice un reconocido y respetado periodista de uno de los grandes diarios.
Yo tengo 45 años. Escribo columnas desde hace 20. ¿Cuándo llegaron las otras columnistas?
La más joven que encontré en el universo de los medios citados tiene 35 años y escribe desde hace casi 10. Dos terceras partes de las columnistas mujeres tienen entre 6 y 14 años publicando. Una quinta parte tiene más de 14 escribiendo semanalmente. No son recién llegadas. Recién llegada no hay ninguna. No hay chicas veinteañeras con un espacio escrito en los medios impresos o digitales más importantes del país.
Además, las que existen son pocas: una por cada diez hombres. “Son pocas pero son libres y ya llegaron”, me dice mi colega periodista respetado. No tienen los problemas que enfrentan las reporteras en calle, las que reportan con grabadora y cámara la corrupción, las que registran al crimen organizado. Desde su perspectiva, las columnistas llegaron al Olimpo: pueden firmar con su nombre, sostener su opinión con su pluma.
Tiene algo de razón mi colega. Las columnistas entrevistadas (logré 28 respuestas a un cuestionario mínimo) no sienten coartada su libertad de expresión. Se autodefinen libres y privilegiadas. Sin embargo, tres de cada cuatro no tienen contrato con el medio de comunicación que les da espacio, tienen una remuneración simbólica o inexistente y no cuentan con respaldo legal del medio en caso de ser llevadas a juicio por su opinión.
En otras palabras: pueden expresar con libertad su opinión porque se forjaron un camino paralelo al periodismo que las respalda, pero no cuentan con reconocimiento salarial ni respaldo jurídico. Son libres porque son fuertes, pero eso no las hace menos vulnerables a la atractiva miel del poder o al temible garrote de éste.
Quizá esa es la razón por la que la mayoría de mujeres columnistas hacen análisis muy rigurosos, con más datos verificables, más fuentes autorizadas y menos juicios políticos. Para un ojo entrenado, es posible advertir que hay más rigor entre las mujeres columnistas que entre los hombres, pero eso también es una manifestación de sus desventajas: deben demostrar su valor y además han encontrado en esta dimensión discursiva un halo protector: recargarse en instituciones y autoridades las libera del peso de la opinión personal. Es difícil encontrar a una columnista usando el calificativo de dictador. Ni como broma. Lo que se encontrará es la lista de modificaciones constitucionales que conllevan riesgo autoritario.
A pesar de este rigor, las columnistas no están libres de ataques y llama la atención el hecho de que estos provienen principalmente de las audiencias. Son los lectores los que las persiguen, las denigran, las acosan. Esto lo he vivido yo y fue revelado en el cuestionario que realicé a columnistas, pero además, entre 2019 y 2020 se documentaron 49 agresiones a columnistas mujeres que escriben sobre política o derechos humanos. Las agresiones consistieron en acoso psicológico y campañas de desprestigio personal en línea. Se ignora si estas campañas son organizadas por actores estatales, pero sea quien fuere el instigador, se agravan porque encuentran eco fácilmente en una sociedad que no acostumbra a escuchar con seriedad la palabra de una mujer en asuntos públicos.
Aquí me detengo. He dicho que las mujeres columnistas en México son pocas pero son privilegiadas, trabajan en condiciones vulnerables y usan su trayectoria paralela para hacer escuchar su voz en los medios. No son desaparecidas ni asesinadas. Son acosadas. En casos extremos por el poder, pero mayoritariamente por las audiencias.
¿Y por qué es importante esto? ¿A quién le perjudica lo que vivan estas mujeres privilegiadas, cuya voz se escucha y cuyo personaje es fuerte? A todos. Y debe importar a todos. Al menos a todos aquellos que creen en una sociedad libre, que defienden la democracia y saben que la libertad de expresión se defiende palmo a palmo, en todos los sectores, todo el tiempo. Los columnistas -hombres y mujeres- son pilares de la libertad de expresión, entre otras razones porque equilibran el sobrerregistro de voces institucionales y oficialistas registradas en los medios de comunicación. Los columnistas son voces autorizadas que equilibran y compensan el predominio de los mensajes oficiales.
A la sobredosis de voces institucionales y gobiernistas en los medios de comunicación se suma en México el peligroso menosprecio a las mujeres en la vida pública y privada. Esto se manifiesta en su versión extrema en diez feminicidios al día en la república y en su versión descafeinada en la falta de voces femeninas en la discusión pública.
El menosprecio a las mujeres es actualmente combatido en muchos frentes, pero poco o nada se dice sobre el papel que juegan en una sociedad libre las intelectuales mujeres con voces poderosas. Si una mujer puede hacer un análisis riguroso, cuestionar con ello al gobernante en turno, tener una voz creíble y prestigiada en la élite intelectual, entonces aumentan las posibilidades de que una mujer en casa pueda hablar de su voto, de su gobernante, de su entorno y del futuro colectivo. Su sexo no la invalida.
De acuerdo con V Dem Institute, que mide la calidad democrática en 202 naciones en el mundo, uno de los indicadores más peligrosos de regresión autoritaria es la incapacidad de las mujeres para tener libertad de discusión pública. En 2020, 26 países tuvieron un retroceso en esa dimensión.
Por eso la libertad de las columnistas importa. La libertad real, la que incluye seguridad física y psicológica, garantías jurídicas y certidumbre económica, no esa ilusión de libertad ganada con trayectorias paralelas. El prestigio periodístico y la capacidad de influir de las columnistas mujeres importa en una sociedad libre y democrática, pero importa más en una sociedad con gobiernos opresivos y violencia de género. Ellas hacen contrapeso a las voces oficiales, son la primera línea en la batalla por la libertad individual de expresión y son el ejemplo que las sociedades necesitan para escuchar con respeto a todas esas mujeres que no tienen micrófono pero tienen derecho a una opinión en casa y afuera de ella. afuera de ella.
Por: Ivabelle Arroyo/El Economista