La protesta juvenil pone contra las cuerdas a un sistema político y judicial desacreditado
Perú se asoma al abismo. El país andino ha asistido este mes a la sucesión de tres presidentes en 10 días, a una furiosa protesta juvenil en las calles (con dos muertos y decenas de heridos graves) y a un agravamiento del desprestigio de instituciones como el Congreso y el Tribunal Constitucional. El “modelo peruano”, basado en una economía neoliberal de alto rendimiento, en la corrupción generalizada y en un sistema político caótico, sufre la peor crisis en dos décadas.
Solo las especialísimas circunstancias peruanas permiten explicar que el Congreso destituyera al presidente Martín Vizcarra el pasado día 9. Con 105 votos a favor de la “vacancia”, 19 en contra y cuatro abstenciones, el Congreso derribó al jefe de Estado apelando a un oscuro concepto constitucional, la “incapacidad moral permanente”, en referencia a presuntos actos de corrupción cometidos por Vizcarra como gobernador de la región sureña de Moquegua en 2014. El presidente del Congreso, Manuel Merino, accedió a la presidencia de la República. Y se abrió la caja de los truenos.
Miles y miles de jóvenes salieron a la calle para protestar contra lo que consideraban un golpe de Estado. Vizcarra era un hombre popular, pese a su discutible gestión de la pandemia. “No defendíamos a Vizcarra, lo que hacíamos era oponernos a unos congresistas que anteponían sus intereses personales a los del país”, explica María Fernanda González, presidenta de la Federación de Estudiantes de la Pontificia Universidad Católica.
La policía actuó con brutalidad. Murieron Inti Sotelo, estudiante de Turismo de 24 años, y Bryan Pintado, de 22 años, estudiante de Derecho hasta que tuvo que dejar la universidad. “Estamos orgullosos de que nos llamen Generación del Bicentenario”, dice González. Perú celebrará en 2021 sus 200 años de existencia.
La furia juvenil, respaldada por la ciudadanía según los sondeos, acabó con la efímera presidencia de Manuel Merino. “Todo el Perú está de luto, estos sucesos deben ser profundamente investigados”, declaró Merino el día 15 al renunciar, cinco días después de su nombramiento. Sobre la forma en que había llegado al poder flotaban muchas sospechas. El Congreso ya había realizado meses atrás un intento fallido de derribar al presidente Vizcarra y se elevó al Tribunal Constitucional la cuestión de si era legítimo el uso de una fórmula tan confusa para defenestrar al presidente.
No decidir
El pasado viernes, el Tribunal Constitucional decidió, por cuatro votos contra tres, no decidir. Razonó de forma implícita que el mal ya estaba hecho y que una decisión contraria a la actuación del Congreso habría convertido a Merino y sus colegas en golpistas, con las consecuencias penales correspondientes. Ernesto Blume, el más influyente miembro del tribunal, declaró que era mejor que lo de la “incapacidad moral” quedara sin aclararse y se lavó las manos. (La sede se llama, desde la época colonial, Casa de Pilatos).
Para entonces muchos parlamentarios habían hecho acto de contrición, reconociendo su error, y ya había asumido como presidente Francisco Sagasti, un diputado reformista (Partido Morado), sin manchas penales en su expediente y con las manos limpias porque formó parte de la minoría que no respaldó la destitución de Vizcarra. Pero el intento por parte del Constitucional de echar tierra sobre el desatino del Congreso tuvo un efecto no esperado: extendió entre la ciudadanía la impresión de que hacía falta una nueva Constitución para reemplazar la establecida en 1993, tras un referéndum ajustadísimo, por un Alberto Fujimori que ya actuaba como dictador. Sagasti dice que se limitará a gestionar el país hasta que en abril de 2021 sean elegidos un nuevo presidente y un nuevo Congreso: a ellos les corresponderá decidir si hay que abrir un proceso constituyente, algo que horroriza al establishment neoliberal.
Fujimori (1990-2000) está en prisión por asesinato, secuestro y corrupción. Su sucesor, Alejandro Toledo (2001-2006), tras el breve interregno de Valentín Paniagua, espera la extradición desde Estados Unidos para ser juzgado. Alan García (2006-2011) se suicidó en 2019 cuando iba a ser detenido. Le siguió Ollanta Humala (2011-2016), pendiente de sentencia por corrupción y asociación ilícita. Después ocupó la presidencia Pedro Pablo Kuczynsky (2016-2018), quien dimitió tras ser acusado de corrupción y permanece en arresto domiciliario. Le reemplazó su vicepresidente, el recién destituido Vizcarra.
Podría pensarse, a la vista de tanto presidente encausado o condenado, que el sistema judicial mantiene una eficaz batalla regeneracionista. Lo cierto es que varios jueces y fiscales de altísimo rango están implicados en conspiraciones mafiosas. César Hinostroza, que fue juez supremo de la Corte Suprema de Justicia, se fugó a España en 2018 después de que se difundieran presuntas pruebas de su venalidad y la de otros relevantes magistrados. Entre otras, una grabación en la que negociaba un trato favorable al agresor sexual de una menor. Está pendiente de extradición.
Desde el régimen de Fujimori, los partidos tradicionales implosionaron y lo que existe ahora son grupos sin militancia articulados en torno a intereses concretos, generalmente empresariales o religiosos. Para reducir la corrupción endémica, se decidió limitar el mandato a una sola legislatura. El resultado es que los parlamentarios carecen de experiencia y, en general, se apresuran a aprobar leyes que les favorecen personalmente o a los grupos económicos que les respaldan.
¿Cómo se sostiene todo esto? Por la economía, que en algún ejercicio, como el de 2008, rozó un crecimiento del 10%. Tras la hiperinflación, el terrorismo salvaje de Sendero Luminoso y el terrorismo de Estado, Perú lo apostó todo al neoliberalismo. Las empresas mineras, pesqueras y agrícolas han hecho fortunas y parte del dinero se ha derramado sobre la sociedad, aunque la precariedad laboral siga siendo altísima (más del 70%) y los servicios públicos resulten muy deficientes, sobre todo en las áreas rurales.
La aparición de cocineros célebres como Gastón Acurio ha contribuido a mejorar la imagen internacional del país como paraíso gastronómico (lo es) y destino turístico. Pese al impacto de la pandemia, que provocó un desplome del PIB durante el segundo y tercer trimestre de este año y un fuerte repunte de la pobreza (que llevaba dos décadas reduciéndose), el cuadro macroeconómico sigue siendo fundamentalmente sano. Lo demás muestra síntomas de podredumbre.