Dime abuelita por qué…

Diario ABC Puebla

En la pluma de: Valentina Ramírez

Mis ojos se abrieron al ver nuevamente aquel rostro. Una señora de aproximadamente 60 años, lentes de alta graduación y cabello blanco. Exactamente la misma persona que vi en el canal 2 aquella mañana.

Los títulos, ya nítidos en mis recuerdos, decían algo como: “Anciana escapa de la policía y encuentran restos humanos en su patio”. Ni siquiera quería pensar que habría ocurrido si compartía más tiempo con ella por lo que rápidamente contacté a la policía.

Les mencioné que se encontraba en Los Ángeles en el motel Royal Viking, donde fue arrestada aquella misma noche. Ese fue el último lugar donde intentó capturar a una víctima. A mí.

Pero su historia comienza décadas atrás. Con una pequeña Dorothea viviendo en orfanatos y, meses después de ser adoptada, comenzó a desarrollar mentiras con fines económicos. Su primer matrimonio a una edad temprana dio como fruto a dos hijas, a las cuales abandonó. Tiempo después se separó de su esposo.

A partir de ahí, su vida se convirtió en un ir y venir de la cárcel. Dentro de esos motivos estaba el dirigir un prostíbulo, vagabundear y estafar; este último se intensificó cuando empezó su trabajo como auxiliar de enfermería. Lo que la llevó a robar e involucrarse con los grupos sociales más vulnerables.

Tras varios divorcios finalmente estuvo soltera, buscando hombres a quienes engañar. Recuerdo la vez que hablé con ella, parecía amable, sus pláticas me parecían amenas y quizá un tanto incómodas cuando ella quería saber más. Pero no encontré algo sospechoso en eso, yo solía ser alguien solitario.

Ese periodo de mentiras la llevaron a dos años y medio de condena. Aún así logró continuar con su pensión donde recibían a las personas a las que nadie reclama o se preocupa por ellas. Yo pensaba que tras todo su historial delictivo no debió ser aceptada, sin embargo lo fue.

Hasta 1988 aquella mujer había matado a nueve personas pero, es muy probable que hubiera muchas más víctimas. Con el mismo propósito, apropiarse de sus pensiones. Falsificaba firmas para drogarlos, asfixiarlos y enterrarlos en el patio. Al que nadie podía acercarse o se ponía furiosa.

La putrefacción tarde o temprano la delataría y así comenzó a notarse, los vecinos ya no podían ignorar el olor que emanaba. Aquel hedor se esparcía por las calles y cuando la cuestionaban la tierna anciana respondía lo mismo “restos de pescado”, “las cañerías fallan” o “nada grave”. Pero mientras más hablaba, más crecían las sospechas, hasta el punto que una asistente social insistió.

La policía entró a los pasillos; se veían limpios, nada parecía extraño dentro de la casa. Siguieron su recorrido por el patio donde descubrieron la verdad al observar la tierra removida. Hallaron solo un hueso, hasta cavar cada rincón, dando como resultado los siete cuerpos. La asesina fingió sorpresa pidiendo permiso para ir por café, y huyó como siempre había hecho.

Llegó a Los Ángeles donde intentó hacer conmigo lo que antes había hecho con tantos otros. Jamás imaginé que debajo de esa apariencia se escondía toda esa crueldad. Nada parecía compatible con la imagen que yo recordaba tan bien. Porque mientras declaraba frente a los oficiales, mientras me preguntaban cómo la conocí, lo único que podía ver era ese primer instante, aquel rostro de anciana amable.

Exactamente la misma imagen que vi aquella mañana en televisión.

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