Los poemas con un no sé qué nos anclan a la vida,
a nuestra sacralidad íntima, nos despiertan,
nos cobijan frente a la desnudez
de la ignorancia y la fragilidad humana.
Abel Pérez Rojas
Hay poemas que tienen un mensaje, una musicalidad, un ritmo, una profundidad, algo que no podemos identificar exactamente, pero sí sentimos, percibimos y recibimos de manera diferente, única, singular.
Sin entrar en cuestiones técnicas de análisis literario y como amantes de la poesía, podemos decir que ese tipo de poemas con un no sé qué son especiales, al menos para quien los escribe o recibe a través de ese vínculo que solo el arte genera.
En noviembre del 2020, escribí Un no sé qué, líneas sobre los poemas con algo singular.
Fue durante el primer año de la pandemia del COVID-19 cuando ésta había causado daños incalculables en la economía, en nuestra forma de convivencia y nos había arrebatado a miles de vidas.
Sí, en aquel entorno inundado de incertidumbre que puso a prueba nuestras creencias y fe.
Días inolvidables, esos en los que millones se refugiaron en las religiones, en las adicciones y en las dependencias de todo tipo.
Muchos se guarecieron en la lírica, otros –los menos–, nos reconocimos, reconstruimos y blindamos en la médula de la poesía.
Tomamos como escudo, como estandarte aquel o aquellos poemas que nos recordaron la fortaleza y nos animaron a no darnos por vencidos.
Quienes elegimos a la poesía para transitar por aquellos días y sus subsecuentes, vimos que la fuerza de ésta radica en su potencia en sí, y la de ciertos poemas.
Ese poema tiene un no sé qué, / que lo leo y lo leo y cada vez algo me da, / no me deja el mismo, / me siento diferente en cada ida y vuelta, / río que al atravesarlo un poco se lleva de mí / y una pizca me deja de sí.
En efecto, hay poemas que se leen y se leen y siempre dejan algo, tan nos dan que sabemos que no somos los mismos, quizá porque ya no vemos lo que nos rodea de la misma manera o porque nos sentimos diferentes.
También puede deberse a que esos poemas los “leemos” con el corazón, no solo con la mente.
Pensándolo bien, esos poemas con un toque singular, tienen una vibración que nos cimbran y reconectan la cabeza con el corazón: la mentecorazón.
Desde la mentecorazón todo es más profundo, sentimos que una venda cae y nos reconectamos con la vida. Con el río de la vida.
En versos de los poemas especiales nos sumergimos, nos bañamos, los atravesamos, nos hacemos uno con él, oportuna la analogía del río, de un río profundo, para traer a nosotros la fuerza filosófica de la afirmación de Heráclito de Éfeso: Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río.
El río es la vida, nuestra vida y la poesía nos lo recuerda como en las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique: Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en el mar / que es el morir…
Los poemas con un no sé qué nos anclan a la vida, a nuestra sacralidad íntima, nos despiertan, nos cobijan frente a la desnudez de la ignorancia y la fragilidad humana.
No sé si sea yo o sea él, / o quizá se trate de una sintonía, / un acoplamiento / o una conjunción invisible / la que hace posible / el acomodo de piezas, / el cambio de tornillos, / el refrescamiento de tuercas.
Conjunción y sintonía que en lenguaje coloquial se puede expresar como un “apretar de tuercas” un “jalón de orejas” oportuno, preciso, necesario.
Sintonía y acoplamiento que es difícil de explicar, solo la riqueza de las imágenes orilla a la aproximación que experimenta el poeta.
Sintonía, acoplamiento, conjunción invisible, acomodo de piezas para que poeta y amante de la poesía hagan clic en medio de las miles de palabras, los millones de significados, en la infinitud de posibilidades:
Cada palabra es precisa, / cada alegoría es potencia, / cada figura también / y el ritmo cuasi imperceptible / te pone a la distancia correcta, / en el ángulo exacto / para que el lector / –en funciones de diana–, / sea receptor seguro / de cuanto misil lírico le sea disparado.
Distancia correcta, ángulo exacto, diana y misil lírico, como en Plano, de Benjamín Prado:
No confundir ser único con ser mejor que el resto. / No ser equidistante. No olvidar / el poema en que Robert Lowell nos dejó escrito: / —El infierno soy yo, no hay nadie más aquí. / Saber mirar de forma que no puedas / asomarte dos veces a la misma ventana. / Haber sido otros muchos antes de ser tú mismo / y que cualquiera de ellos / se cambiase por ti. / Que tus palabras abran un camino en la nieve. / Que tu poema dude entre él y la música, / como el rinoceronte de John Burnside / vacila al borde mismo de la geometría. / Cuidado con juzgar a los que quieres: / si los miras con lupa, empezarán a arder. / Nunca escribas para que te conozcan, / sino para que sepan quiénes son.
Cuando todo confluye, estamos frente a un poema presto a ser nuestra bandera, nuestra divisa, el escudo y el yelmo remate de la coraza que nos anima a ponerle el pecho a lo que venga y a levantar la voz o propiciar silencios:
No sé qué tiene ese poema, / que lo he convertido en mi bandera, / en mi divisa, en mi escudo de armas, / en mi lema, / en mi portavoz en el mundo de las letras.
Entrar a esos terrenos es lo que empuja afirmar que hay poemas con un no sé qué, que los hace especiales, tan singulares que el trajín cotidiano aflora frente a nosotros como algo burdo, profano, vulgar.
Frente a todo lo externo, el mundo invisible de la poesía nos rescata, redime, libera:
Algo tiene ese poema / que cada vez que lo leo / está más en mí, / muy cerca de ti / y más alejado del mundo de afuera.
Algo tienen esos poemas que son el diamante preciado, la obra de arte anhelada que nos inspira a vivir en el fantástico mundo de la poesía y a despertar de la realidad.
Abel Pérez Rojas (abelpr5@hotmail.com) es escritor y educador permanente. Dirige Sabersinfin.com