Si el desarrollo de las naciones se logra con buenos programas de hacienda, educación y salud, hay un factor más importante, que es la seguridad pública, que de muchas maneras es base de lo anterior.
Por ejemplo, en México, las acciones bárbaras del crimen organizado dejan pérdidas anuales a la economía, por cerca de 300 mil millones de pesos al año y si por otra parte esas acciones se llevan 7 mil millones de dólares al año, ahí se encuentra un factor negativo para la economía nacional. Todo esto sólo en terrenos económicos, sin contar el terrible daño moral que genera toda esa bárbara actividad que en México es esencialmente producto del alto grado de miseria en que vive casi la mitad de la población en las periferias de las ciudades y en el medio rural. La gente desesperada y ávida de botín se cansa de esa vida y decide acercarse al crimen organizado o no, para cambiar radicalmente su situación.
Nunca faltan los planes gubernamentales para “acabar con el crimen organizado” pero, por desgracia, la desesperación de los miserables, que ya han comenzado a recibir el dinero de sus malas acciones, se defiende con gran denuesto.
¿Cómo combar y vencer esa actividad maligna que mantiene la economía estancada o en retroceso?. Lo ideal sería crear millones de empleos, aunque fueran insuficientemente pagados, para hacer que la juventud, al llegar la hora en que tienen que ingresar a la etapa económica persona, pudieran hallar acomodo legal y a la vez productivo. Sólo que esto no es posible a causa precisamente de la inseguridad creada por los criminales. Nadie quiere invertir su dinero y trabajo donde sabe que el crimen está en todo su apogeo, pero sobre todo, en una creciente impunidad.
Habría una salida eficaz para combatir al crimen organizado, que se basa principalmente en el uso máximo o total de la fuerza del Estado. Pero hay aquí muchas dificultades. Consiste en declarar una sangrienta guerra, a todos los niveles contra la gente que se ha vuelto mala, con el consiguiente derramamiento de sangre por los dos bandos, así como también de la población pacífica, en lo que se consideran “los daños colaterales” imposibles de evitar en tales circunstancias.
Otro mal sería sobrellenar las cárceles, construir nuevas y gastar una gran parte del presupuesto público en mantener a cientos de miles de hombres y mujeres del mal vivir.
También sería posible pactar con los que han colocado al margen de la ley, limitando o hasta reglamentando secretamente su actividad. “Roben o trafiquen con drogas, con armas, con cargamentos de mercancía en los camiones, pero nomás poquito” para que el descontento popular quede un poco controlado.
Lo cierto es que los planes anti-crimen son los que más desagradan a las autoridades de todos los niveles. No es igual gastar en mejorar la economía, la educación y la salud, todo para ir alcanzando el desarrollo, que tener la peligrosa, costosa y hasta muy amarga tarea de enfrentar a una fuerza que no se dejará vencer fácil y quizá ni difícilmente.
La tarea de gobernar ya no es como antes porque tiene aspectos horribles y altamente peligrosos. Sólo que, si no se alcanza plenamente la seguridad pública, la nación seguirá, como hasta ahora, dando tumbos. Que nadie envidie a quienes tomarán los puestos de los tres niveles (que no órdenes) de la administración pública de este país