Muchos años se perdieron en México antes de que el pueblo despertara. En el último medio siglo, desde que se destruyó el programa del “desarrollo estabilizador” en 1970, y se sustituyó por otro conocido como “del desgarriate desestabilizador”, México se metió en una resbaladilla de ineptitud y corrupción, la de la “ineptocleptocracia” y fue cayendo al pozo de la impunidad y la corrupción, el endeudamiento, el entreguismo y el fracaso sexenal.
Ya sin el respaldo popular que el gobierno “revolucionario” (en realidad rebolucionario) los sucesivos gobiernos sexenales fueron perdiendo, gradualmente, la confianza del pueblo que sufría y sigue sufriendo, los resultados del fracaso de los malos gobiernos que, en vez de concentrar sus esfuerzos en el desarrollo económico y social, se dedicaron a hacer obras espectaculares y costosas que les dejaron mucho dinero, pero olvidaron la creación de empleos, la alfabetización total de pueblo, la estabilidad financiera del país, a la que acabaron con sus derroches, lo que produjo enorme deuda, inflación, devaluación y la consiguiente carestía de la vida, que funcionó muy por encima de los salarios.
México ya no podía seguir por la misma ruta que había tomado en los últimos ocho sexenios. Pero el pueblo no despertaba y, así se dieron muchos fraudes electorales, muchos engaños, entre otros fracasos más que originaron esas migraciones masivas hacia los Estados Unidos, de gente desesperada, el desempleo, la caída del poder adquisitivo del salario, más un altísimo porcentaje de pobreza entre la población.
La jornada electoral del domingo 1 de julio de 2018 fue de primer mundo, con un pueblo harto del derrumbe socio-económico. Surgieron así, de pronto, las figuras de dos hombres tenaces, con apariencias de estadistas, decididos a sacar a la nación de su situación apremiante, al grado de que se necesitó, para medio salvarse, la firma del tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá. Si México hubiera sido gobernado por estadistas y no por políticos improvisados y ávidos de botín, ahora podría haber tomado la decisión de retirarse del TLC antes de andar, casi haciendo papeles muy indignos ante el insolente Donald Trump.
México y Puebla necesitan ahora enfocar todos sus esfuerzos hacia el desarrollo, que consiste en derrotar la pobreza, la ignorancia y la insalubridad. Necesita también, de inmediato, volver a la más estricta disciplina financiera que se perdió hace medio siglo. En 1970 para ser más exactos.
También urge aplastar a la ola criminal que está apoderándose gradualmente del país. Reorganizar el poder judicial, que es el resonante de la impunidad que se viene padeciendo. Necesita mandar a la cárcel a todo servidor público que se le descubran actos de corrupción y mejorar su gobierno para salir del atolladero en que se encuentra.
Y esta es la tarea inmensa, difícil y agotadora, que se han echado a cuestas el próximo presidente, Andrés Manuel López Obrador y el próximo gobernador Luisa Miguel Barbosa Huerta. Esto podría lograrse porque el pueblo de México ya despertó y le prodigará amplio apoyo para su gestión.
La democracia en México ha dado un paso gigantesco en dirección al desarrollo del país al cambiar el desastre por la esperanza. Es de esperase que estos dos hombres de Estado puedan llevar a buen puerto sus programas, con el apoyo decidido del pueblo.
Lo que bien comienza bien sigue. Hay que confiar en estos hombres tercos, que supieron sobreponerse a gigantescos fraudes electorales. La base del éxito con la alianza de pueblo y gobierno, se está materializando en una esplendorosa realidad. Que así sea.